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El maravilloso encanto del perro caliente colombiano

 

No olvido el primer perro caliente que probé en Estados Unidos. Era niña, hacía una excursión por la sede de la Nasa en Cabo Cañaveral y nos detuvimos para el refrigerio: un perro caliente con toques espaciales. Eran los años 80, me dieron una bolsita plateada, no sé qué bocado esperaba que saliera de allí, pero no era esa salchicha con pan, sola, destinada a ser acompañada de apenas una salsa de tomate a la que los nativos se empeñaban en llamar Ketchup y una rayita de mostaza. ¿Era en serio?

Décadas después tuve la misma sensación en Nueva York. Decían que no se estaba del todo en la gran manzana sin parar en una esquina y comerse un hot dog en un carrito de perros. El paradigma del perro caliente se disfrutaba, pero no se parecía -afortunadamente para la creatividad culinaria- al ideal del perro caliente colombiano.
Entre estas dos experiencias pasaron décadas. En ese lapso, en Colombia, los perros calientes que ya tenían más ingredientes, se habían transformado en tamaño, formas de preparación y opciones de acompañamientos cada vez más abundantes, variados, y según algunos: totalmente locos.
En los años 80, en Bogotá, había una cadena de carritos de perros muy popular. Había un carrito de Popeye en una esquina del que fuera el Cafam de Modelia -que hoy es un Éxito- y tengo un borroso recuerdo haciendo fila en espera de uno de estos ‘Popeyes’ en alguna parte de Cafam de La Floresta. El bocado era pequeño comparado con las opciones de hoy. Las salchichas eran del tamaño de un dedo, y delgadas, nada que ver con el grosor de hoy. Y se mantenían flotando en una cubeta de agua caliente que soltaba mucho vapor cuando el muchacho que atendía la abría para pescarlas. El panecito era acorde a su tamaño, era un bocadito. Tenía, eso sí, abundante cebolla blanca picada en cuadritos, además de salsas. No he podido recordar qué más traía, de pronto pepinillos…

En esa época no había Dogger ni Sir Frank ni El Cebollero. La Perrada de Édgar, “los perros que nunca duermen”, estaba por nacer. La marca llegó a tener sedes en casi cualquier lugar de Bogotá y en varias ciudades del país, incluida San Andrés. Y cuando abrió, allí también hice fila, hasta que desapareció del radar para llevarse el “perro colombiano” a Miami.
El perro caliente que nos rodeaba a finales del siglo pasado ya llevaba salsa de piña, papas de paquete trituradas, algún pepinillo, la infaltable cebolla picada y, sobre la salchicha, la montaña de ingredientes empezó a crecer, a crecer y a crecer. Tocineta, pollo desmechado, queso rallado y huevitos de codorniz con salsa rosada, entre otras cosas que entraban en la receta. Por eso, ante un pan con salchicha y dos salsitas, cualquier colombiano aún hoy se preguntaría: ¿Es en serio?

Dice Mauricio Mancini, de Sir Frank, que el perro que recuerda en sus primeros años en Barranquilla llevaba la cebollita blanca pasada por agua, pepinillo, salsa de piña, y queso rallado. “Después llegó el ‘perro bomba de gasolina’, que era más grande, ya con cheddar caliente. Hoy, él mismo, al frente de una marca de perros que nació en la década pasada como un menú especial para que la gente viera los partidos de un mundial de fútbol, ofrece unos perros antes inconcebibles: como el perro con peperoni pizza -y de verdad, el topping parece y sabe a pizza- o el de aceite de trufa, champiñones portobello y parmesano.
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